Un texto de Pedro Luis Barcia, doctor en Letras, investigador del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas y ex presidente de la Academia Argentina de Letras. Rescatado para homenajear a José de San Martín al cumplirse el aniversario de su fallecimiento en Francia, lejos de las geografías que fueron testigos de campañas libertadoras y acciones heroicas.
Escribe Barcia:
A comienzos de 1848, San Martín y su familia se hallaban en su casa de la Rue Saint Georges 35, en París. En el mes de febrero se desató el movimiento revolucionario que instauró la Segunda República, entre graves desbordes populares y sangrientas luchas callejeras. Lo tumultuoso de los acontecimientos y lo confuso de la situación instaron al Libertador a alejarse de aquel foco conflictivo y radicarse, temporalmente, en sitio más retirado y apacible.
Lo decía en carta a Juan Manuel de Rosas, del 2 de noviembre de ese año: «Para evitar que mi familia volviese a presenciar las trágicas escenas que desde la revolución de febrero se han sucedido en París y ver si el gobierno que va a establecerse según la nueva constitución de este país ofrece algunas garantías de orden para regresar a mi retiro campestre (Grand Bourg) y, en el caso contrario, es decir, el de una guerra civil -que es lo más probable- pasar a Inglaterra y desde ese punto tomar algún partido definitivo.»
Elige, pues, para esta etapa transitoria -que será la final- la ciudad de Boulogne-sur-Mer, en el departamento Paso de Caláis, en la costa norte francesa sobre el canal de la Mancha. San Martín se trasladó hacia allí el 16 de marzo de 1848. «Este puerto, que agrada mucho a mi padre…», escribía Balcarce a Alberdi. En efecto, la ciudad le era grata al general por ser marítima, según las razones aducidas en su carta, y porque el ferrocarril les aseguraba fácil acceso a París, tanto para las ocupaciones propias de Balcarce como, quizás, para las consultas médicas, cada vez más frecuentes, de San Martín.
La familia se instaló en los altos de la casa situada en la Grand Rue 105, propiedad del abogado Alfred Gerard, director de la Biblioteca Pública de la ciudad, quien ocupaba la planta baja del edificio. Hasta aquel sosegado retiro le llegaron a San Martín las insistentes invitaciones de tres gobernantes de países americanos para que se trasladara a las patrias que había ayudado a fundar: Argentina, Chile y Perú.
La decisión de vender su dilecta residencia de Grand Bourg, concretada el 14 de agosto de 1849, parecía confirmar su decisión de alejarse de la convulsionada Francia. Solamente rescató los muebles y pertenencias de su dormitorio, que trasladó a su habitación de Boulogne-sur-Mer, y que hoy se hallan resguardados en una sala de nuestro Museo Histórico Nacional, respetando la distribución que tuvieron en los altos de Gerard. Estos muebles revelan la sobriedad de ambientes en que desarrollaba su vida cotidiana, pautada por hábitos estoicos.
En Boulogne-sur-Mer se agudiza el mal de cataratas en ambos ojos, que empezó a presentarse en 1845 y que había de limitarlo sensiblemente provocándole una acentuada desazón. La ceguera gradual le impidió el goce de la lectura, a la que era tan afecto, y la redacción de sus cartas, de lo que se lamenta en reiteradas ocasiones.
También lo obligó a una mayor reclusión y a espaciar sus paseos vespertinos con sus nietas Mercedes y Josefa, por las que tenía entrañable cariño y quienes a veces le servían de lazarillo. El mismo había dicho, veinte años antes, en una carta al general Miller, en la que se quejaba de su incomodo reumatismo: «en casa vieja todas son goteras», valiéndose de un refrán de los que acostumbraba incluir en su correspondencia y en su charla informal.
A los males padecidos por años, otros siguen desgastando su trajinado organismo. «Me resta la esperanza de recuperar mi vista el próximo verano, en que pienso hacerme la operación a los ojos. Si los resultados no corresponden a mis esperanzas, aún me resta el cuerpo de reservas (en evidente alusión castrense), la resignación y los cuidados y esmeros de mi familia.» La anhelada intervención quirúrgica, efectuada en la primavera del año siguiente, apenas si le restituyó algo de su vista. Ese mismo año tuvo un nuevo ataque de cólera y recrudeció su gastritis crónica -que tanto le afecto en sus campanas militares- con vómitos de sangre y punzantes dolores. También se agravó su úlcera.
A fines de la primavera de 1850 se trasladó, para atenuar sus dolencias, a los baños termales de aguas sulfurosas de Enghien, cerca de París. Permaneció allí hasta el mes de julio, recuperándose parcialmente. Su hija y yerno intentaron disuadirlo de regresar a Boulogne-sur-Mer, considerando la humedad de su clima, pero fue en vano. Escribe Mariano Balcarce: «no pudo, por el mal tiempo, hacer el ejercicio que le era necesario; perdió el apetito y fue postrándose gradualmente. Aunque sus padecimientos destruían sus fuerzas físicas y su constitución, que había sido tan robusta, respetaban su inteligencia. Conservó hasta el último instante la lucidez de su ánimo y la energía moral de que estaba dotado en alto grado.»
El día 6 de agosto salió a dar un paseo en carruaje -ya que le era imposible hacerlo a pie- y volvió tan extenuado que debió ser auxiliado para descender del coche y subir las escaleras hasta su dormitorio. El día 13, por la noche, fue atacado por agudos dolores de estómago y debió recurrir a una fuerte dosis de opio para amenguarlos.
Como única manifestación frente al padecimiento, dijo a su hija, que lo asistía con la ternura de siempre: «C’est l’orage qui mene au port!» («Es la tempestad que lleva al puerto»). Doble delicadeza del padre que se vale del francés y de una metáfora para expresar su sensación del inminente fin y no agravar el dolor de su hija.
Al día siguiente amaneció amortecido, pero, en medio de una fiebre alta, se recuperó. En la mañana del 17 de agosto, se mostró con aparente mejoría y pidió pasar a la habitación de su hija y escuchar la lectura de los periódicos.
El doctor Jardón, que lo atendía, lo visitó y aconsejó la asistencia de una hermana de caridad para secundar a Mercedes en la atención que el enfermo requería. Hacia las dos de la tarde rodeando su lecho su hija, su yerno, las niñas y Francisco Javier Rosales, encargado de la representación de Chile en Francia- se produjo una nueva crisis de gastralgia y fue recostado en el lecho de su hija: «Mercedes, esta es la fatiga de la muerte…». Sus últimas palabras fueron para pedir a Mariano que lo condujera a su habitación. A las tres de la tarde expiró.
Registrado oficialmente el deceso, se embalsamó el cadáver y el día 20, poco después de las seis de la mañana, salió de la casa de Gerard un reducido cortejo que se detuvo, para un responso, en la iglesia de San Nicolás. Después, la triste procesión continuó hacia la catedral de Nuestra Señora de Boulogne donde, gracias a los buenos oficios del abate Haffreigue, sus restos fueron depositados en la cripta catedralicia. Allí reposarían hasta su traslado, en 1861, al panteón familiar en el cementerio de Brunoy.
Tres testimonios directos nos ofrecen sus impresiones sobre los penosos días del Libertador en Boulogne-sur-Mer: las cartas de su yerno y los artículos necrológicos de Félix Frías y de Albert Gerard.
Frías lo encontró durante su último viaje a los baños termales: «en algunas conversaciones que tuve con él en Enghien… pude notar un mes antes de su muerte, que su inteligencia superior no había declinado. Ví en ella el buen sentido, que es para mí el signo inequívoco de una cabeza bien organizada.» Conversó con San Martín sobre Tucumán, Rivadavia, los años de su Tebaida cuyana, el estado actual de Francia y las cualidades de los franceses.
«Su memoria conservaba frescos y animados recuerdos de los hombres y de los sucesos de su época brillante. Su lenguaje era de tono firme y militar, cual el de un hombre de convicciones meditadas. Pero, hacía algún tiempo que el general consideraba próxima su muerte, y esta triste persuasión abatía su ánimo, ordinariamente melancólico y amigo del silencio y del aislamiento…
Su razón, sin embargo, se ha mantenido entera hasta el último momento».
Frías arribó a la casa de San Martín pocas horas después de su muerte: «En la mañana del 18 tuve la dolorosa satisfacción de contemplar los restos inanimados de este hombre, cuya vida está escrita en páginas tan brillantes de la historia americana. Su rostro conservaba los rasgos pronunciados de su carácter severo y respetable. Un crucifijo estaba colocado sobre su pecho y otro entre dos velas que ardían al lado de su lecho de muerte. Dos hermanas de caridad rezaban por el descanso del alma que abrigó aquel cadáver.»
Gerard publicó su artículo en «L’Impartial» de Boulogne-sur-Mer y en él decía de su huésped: «El señor San Martín era un lindo anciano de elevada estatura, que ni la edad, ni la fatiga, ni los dolores físicos habían podido doblegar. Sus rasgos fisonómicos eran muy expresivos y simpáticos, su mirada viva y penetrante, sus modales llenos de amabilidad… Su conversación, fácil y jovial, era una de las más atractivas que he escuchado.»
Las más significativas cartas de San Martín, en sus dos últimos años, fueron las dirigidas a Juan Manuel de Rosas y al mariscal Ramón Castilla, presidente del Perú. Es común, en ambas correspondencias, el espacio que destina al análisis de la situación política de Francia en el marco europeo –más explayado en las dirigidas al presidente peruano- de apreciable densidad y nitidez conceptual, que ratifican su lucidez mental pese al deterioro físico. También es común su gratitud para con las gestiones y ofrecimientos que le hacen los dos mandatarios.
La carta del 11 de noviembre de 1848, dirigida a Castilla, contiene una apretada pero relevante «autobiografía» que merece una detenida relectura y que cierra así: «A la edad avanzada de setenta y un años, una salud enteramente arruinada y casi ciego, con la enfermedad de cataratas, esperaba, aunque contra todos mis deseos, terminar en este país una vida achacosa; pero los sucesos ocurridos, desde febrero, han puesto en problemas dónde iré a dejar mis huesos». Sería ocioso destacar la elocuencia lacónica de estas palabras y el drama que representan. Cuando se le presentaban propuestas para volver a alguna de las tres patrias que libertara, que lo esperanzaban, no pudo emprender el retorno al seno americano porque la muerte lo libró de todos sus afanes.
Una comisión de argentinos, en París, promovió y concretó, en 1909, la erección de una estatua ecuestre del Gran Capitán en Boulogne-sur-Mer, obra del escultor francés Henri Allouard. En el acto inaugural destacó la memorable pieza oratoria de Belisario Roldán: «Padre nuestro que estás en el bronce…!»
En carta a Balcarce, el señor Gerard había escrito: «Nos envanecía la posesión de un hombre de esa edad y un carácter tan grande bajo este techo que nos abriga. Esta casa estaba santificada a nuestros ojos”. El gobierno argentino, en 1926, adquirió la casa que fuera hogar postrero del Libertador.
La iconografía ha fijado para siempre algunas instancias de aquella etapa de Boulogne-sur-Mer. La única fotografía del anciano, en esos años, es el daguerrotipo parisino de 1848. Sobre él trabajó su aguafuerte Edmond Castan, difundiendo la imagen del gran viejo de cabeza blanca, algo enegrecido todavía el bigote y las cejas, erguido en su asiento.
El retrato de Christiano Junior (c.1870) lo muestra con similar atuendo al del daguerrotipo. Hacia 1871, el italiano Epaminondas Chiama pintó a San Martín anciano luciendo traje militar. María Obligado de Soto y Calvo nos presentó un «San Martín en su lecho de muerte».
Otra visión magnífica es la conocida de Antonio Alise, «San Martín en Boulogne-sur-Mer», de pie sobre una roca, mirando el horizonte que clarea sobre el mar de la Mancha, en tanto el viento se engolfa en su capa negra.
Simbólica es también «La visión de San Martín» de Luis de Servi, cuadro en el cual el anciano se ve rodeado por una nube que encierra esfumadas escenas de los momentos decisivos de su esforzada vida, como una objetivación de recuerdos que rondan y acompañan al olvidado en su ostracismo.