El viernes 10 de abril de 2009 el diario La Nación publicó una nota de Jorge Fernández Díaz bajo el título “El hombre que fue la sombra de Alfonsín” haciendo referencia a Daniel Tardivo, custodio del ex presidente de la Nación. Entre otros recuerdos, un fallido atentado de febrero de 1991, el accidente sufrido por Raúl Ricardo Alfonsín en 1999 en cercanías de Ingeniero Jacobacci y su fallecimiento el 31 de marzo de 2009.
Diario La Nación
Nunca tuvo conciencia de que estaba sacando la Browning 9 milímetros. Después se la encontró en la mano. La razón va en cámara lenta, pero el instinto viaja a la velocidad de la luz. Tampoco tuvo conciencia de que había interrumpido el discurso de un ex presidente arrebatándolo de la tribuna, arrastrándolo hasta el piso y protegiéndolo con su propio cuerpo. Todo eso había ocurrido por acto reflejo, en dos o tres segundos, luego de ver por el rabillo del ojo que abajo, hacia la izquierda, un hombre entre la multitud había extraído un revólver calibre 32 con la intención de matar de un tiro a Raúl Alfonsín.
Era una noche calurosa de febrero de 1991, estaban en una calle céntrica de San Nicolás y el público se desbandaba a los gritos. Daniel Tardivo pertenecía a la División Custodias Especiales y desde 1983 oficiaba de sombra armada de un gallego cabeza dura que andaba predicando la democracia por cada pueblito del país a pesar de haber tenido que entregar el gobierno antes de tiempo y también de haber caído provisoriamente en desgracia política. Tardivo, esa noche, había colocado a varios de sus hombres en lugares estratégicos. Y de hecho uno de ellos surgió de la muchedumbre que escuchaba a don Raúl y le levantó a último momento el brazo a aquel desconocido que blandía un revólver negro. El desconocido había prestado servicios en Gendarmería Nacional, tenía algunos problemas mentales y en el instante de ser atrapado intentó igualmente disparar. Gatilló el revólver 32 pero la bala quedó atascada en el cañón, y el custodio atenazó al sujeto, lo desarmó y lo redujo en un santiamén. Arriba del palco, Tardivo se revolvió con la Browning y por unos minutos dio órdenes y mantuvo la alerta. Alfonsín quería incorporarse, pero su guardián no lo dejaba: podían no ser uno sino varios los asesinos, podían atacar el escenario. En esos momentos de confusión todo puede ocurrir y nada debe descartarse. Cuando estuvieron seguros de que el peligro había terminado, Tardivo quiso meter al doctor en un auto y sacarlo de aquella ciudad. Pero Alfonsín se negó enfáticamente, se limpió y acomodó el traje, tomó el micrófono y minimizó, con pocas palabras, lo que había ocurrido. Recibió una ovación y el acto siguió como si nada.
Luego tocaba una cena partidaria en un club y habían recibido amenazas de bomba. Tardivo trató de persuadir a su «protegido» de que fueran directamente al hotel, pero «el padre de la democracia» lo miró con cariño y le dijo: «Mentira, Danielito, nos quieren joder. Vamos a comer igual». Fueron a comer después de que la brigada de explosivos revisó el lugar. Danielito jamás vio un atisbo de miedo en los ojos del abogado de Chascomús.
El agresor de aquella noche fue indagado, procesado y condenado. Lo confinaron a un neuropsiquiátrico y a los dos años se quitó la vida.
Tardivo entró en la policía por influencia de un vecino y revistó tres años en la Comisaría 32, pero no corrió allí muchas aventuras: sólo atendía al público y hacía tareas de oficina. Un superior que le tenía una confianza ciega influyó para que, con sólo 23 años, integrara la flamante División Custodia Presidencial, que se abría para proteger en democracia al presidente electo dentro y fuera de la Casa Rosada y la residencia de Olivos. La unidad se inspiraba en metodologías del FBI y del servicio secreto norteamericano. Casi todos eran policías jóvenes y sin mucha experiencia operativa. Pero fueron entrenados para la discreción total, para identificar a un sospechoso de una ojeada, para subir a un «protegido» en tiempo récord a un auto, para cubrirlo con su cuerpo, para disparar en movimiento, para armar itinerarios de seguridad y para comprobar entradas y salidas.
Tardivo tiene 80 por ciento de efectividad en tiro de pistola y aprendió los trucos del escudo humano con rapidez. En 1983 había votado por primera vez en su vida. Y lo había hecho por Raúl Alfonsín. Cuando lo vio en el hotel Panamericano, donde el líder radical preparaba la transición, sintió por dentro la emoción de esa coincidencia, pero se cuidó mucho de hacerla visible. Tardivo es parco como una sombra. Tardivo es una sombra.
Protegió a Alfonsín durante sus años de gobierno, vio por dentro la Semana Santa carapintada y no lo acompañó al Messidor, cuando el gobierno radical se cayó a pedazos, porque su misión consistía precisamente en quedarse a preparar el regreso a Buenos Aires. Lo acababan de trasladar a la División Custodias Especiales y estaba asignado al ex Presidente, que alquiló una casa en el barrio de Belgrano y un estudio en La Boca.
Desde ese momento, Tardivo le dedicó a Raúl Alfonsín días, tardes y noches; de lunes a lunes, con feriados o sin ellos. Lo acompañó a todos los viajes y campañas y cenó con Alfonsín casi todas las noches de su vida: el ex presidente tenía comidas con políticos y Danielito iba primero, revisaba el restaurante, colocaba un custodio en la vereda y luego ocupaba una silla, mesa por medio, para mirar todo el tiempo de frente a su «protegido» mientras un compañero vigilaba la puerta de calle.
La relación entre el viejo caudillo y el joven y silencioso guardaespaldas, que también le servía de chofer y de compañero de paddle, se fue haciendo cada vez más estrecha. Todo lo que Tardivo aprendió en la vida se lo enseñó, por lección, acción u omisión, Raúl Alfonsín. Y al cabo de los años ya era parte de la familia. Daniel Tardivo es un profesional frío y eficiente, pero ese magnífico viejo gruñón lo perdía. En el cruel invierno de 1999, por la ruta provincial 6, que une Bariloche con Ingeniero Jacobacci, se pegó el gran susto de toda su carrera. Fue cuando marchaba en un jeep en medio de la nevisca, abriendo paso y mirando para atrás una y otra vez. En un momento dado percibió que la camioneta donde los seguía Alfonsín con otros dirigentes rionegrinos se había perdido de vista. Retomó de inmediato la ruta escarchada y resbalosa y al volver de frente vio, como en una alucinación, que la camioneta había volcado y que en medio de la nieve yacía un bulto negro: el cuerpo de su «protegido».
El ex presidente nunca quería colocarse el cinturón de seguridad: «Es un agravio para el conductor, Danielito –ironizaba–. Colocárselo implica sospechar de la poca pericia del chofer». Daniel trató cien mil veces de convencerlo, pero jamás pudo. Ahora la camioneta había volcado y Alfonsín había atravesado el parabrisas y estaba incrustado en la nieve.
Tardivo corrió hacia don Raúl, lo dio vuelta y agradeció escucharlo quejarse porque pensaba seriamente que se había mudado al otro barrio. Lo subieron entre varios a su jeep y lo llevaron inconsciente kilómetros y kilómetros en medio de esa maldita tormenta blanca. Alfonsín gemía de dolor, con los ojos cerrados y la cara acerada. Su ángel guardián sentía impotencia. Ni los celulares tenían señal en aquellos páramos. Llegaron a una precaria sala de auxilios y lo subieron luego a una frágil y destartalada ambulancia. Daniel iba a su lado, sin sentir siquiera el frío y con los testículos en la garganta. Al final internaron al ex presidente en General Roca con un diagnóstico aterrador: «Traumatismo de tórax con once fracturas en las costillas, contusión pulmonar, derrame pericárdico e insuficiencia respiratoria».
Estuvieron toda la noche en vela, esperando que los médicos dieran un nuevo parte y recibiendo miles de llamadas de todo el país. Después se decidió su traslado a Buenos Aires y su ingreso en una sala de terapia intensiva del Hospital Italiano. Tardivo montó un cerco de seguridad en el hospital y pasaron allí 40 días angustiantes. Principalmente los primeros: Alfonsín estaba en coma y el médico les recomendaba a los familiares que le hablaran porque eso podía ayudarlo a recuperar el conocimiento. Tardivo entraba a las seis de la tarde en su habitación y lo saludaba, y se quedaba esperando en vano, tímido y respetuoso, que el hombre atado a ese respirador hiciera el mínimo gesto.
Alfonsín fue recuperando paulatinamente la lucidez y la motricidad. Le dieron de alta, pero tardó tres meses en volver a su rutina. Nadie puede proteger al «protegido» de la fatalidad. Se lo puede incluso proteger, y hasta cierto punto, de la muerte inducida. Pero nadie puede proteger a un hombre de su destino.
Apenas dos años más tarde, durante los tristes sucesos de 2001, el guardián sentía la renovada bronca de Alfonsín. «Que se vayan todos, que se vayan todos –repetía entre dientes Raúl cuando escuchaba los cánticos–. ¡No somos todos iguales!» Ya residía en el octavo piso de un edificio de departamentos de la avenida Santa Fe. En el quinto tenía sus oficinas. La Argentina era un polvorín y no había distingos: todos los políticos eran acusados de ineptos y de ladrones.
Alguien avisó por teléfono a Tardivo que había una manifestación frente al domicilio de don Raúl. «Voy a bajar, Danielito», le advirtió. Tardivo manejaba lentamente el coche y trataba de disuadirlo. «No, voy a bajar igual, ¿sabés? –insistía Alfonsín, lleno de ira–. Pará acá. ¡Pará ya mismo!» Cuando Daniel dobló en la esquina, Alfonsín levantó la traba y abrió la puerta. El custodio tuvo que frenar para que el ex presidente no se lastimara. Alfonsín salió con ánimos de plantar cara y, si era necesario, agarrarse a piñas. Tardivo dio aviso por radio y se tiró desesperadamente a tierra para cubrirlo y sacarlo del tumulto. Eran ochenta contra dos. Los exaltados lo insultaban y Alfonsín les devolvía el obsequio con argumentos gritados y también con puteadas largas. Tardivo se había puesto en el medio, pero no podía impedir que le pegaran por detrás: el caudillo recibió patadas en los tobillos y trompadas en los riñones. Su custodio lo arrastró como pudo, y vio que aparecía un patrullero, y en un impulso lo metió en el edificio y cerró la puerta.
En los últimos tiempos Alfonsín no salía mucho de su casa. Daniel Tardivo había ascendido a comisario y le habían otorgado la jefatura de su unidad, que está a cargo ahora mismo de la seguridad de los ex presidentes, los embajadores de Estados Unidos e Israel, varios jueces de la Nación y muchos de los testigos protegidos. Alfonsín siempre le preguntaba por su pequeño hijo Vicente y por su trabajo, y se alegraba sinceramente de sus progresos. Las últimas veces lo encontró en cama: la sombra se sentaba a su lado y hablaban de cosas incidentales y también de Boca e Independiente. «Este año no estoy para el fútbol, Danielito», le dijo en las vísperas con un hilo de voz.
Los días previos a la muerte se notaban el movimiento y la gravedad de la situación en el rostro de sus colaboradores más íntimos. El 31 de marzo, a las seis de la tarde, Tardivo decidió quedarse en el quinto piso a esperar las novedades. Cerca de las ocho y media empezaron a llegarle rumores de que su jefe se había muerto. Cuando los medios empezaron a difundir la noticia no pudo más, se acercó al escritorio de Margarita Ronco, la eterna secretaria del «doctor», y le preguntó si era cierto. Marga se lo confirmó. Medido y elegante, alejado de la imagen tradicional del cana y del lenguaje taquero, ensimismado y racional, el comisario pestañeó un dolor profundo y tragó saliva amarga. Las sombras no ríen ni lloran. Sólo son sombras.
Subió al rato a saludar con abrazos a todos y les pidió permiso a los hijos de Alfonsín para despedirse. Pasó a su cuarto y lo vio dormido, y le agarró la mano y le dio un beso en la frente. No estaba dormido, estaba muerto, y había mucho que hacer. Reunió a su equipo y le dio instrucciones. ¿Cuándo se acaba la responsabilidad de un custodio? Alfonsín ya no corría peligro, la misión había cesado. Pero Tardivo puso a tres hombres suyos en un auto y él mismo subió con el féretro y viajó en el interior del furgón hasta una sala de velatorios de Belgrano. Esperaron en la funeraria que prepararan el cadáver y luego repecharon solos la larga noche en esa sala helada cerrada al público, haciéndole compañía al hombre muerto como si aún estuviera vivo.
A las siete de la mañana siguiente trasladaron el cadáver en su ataúd al Congreso, y Tardivo verificó que todo estuviera en orden dentro el Salón Azul. Muchos le daban el pésame a Daniel: no podían concebir a Raúl Alfonsín separado de su inseparable guardaespaldas. Se mantuvo en guardia setenta horas en ese salón. Sólo se retiró un momento para darse un baño y cambiarse el traje y la camisa, pero regresó de inmediato a su puesto de comando. Finalmente, acompañó a la familia hasta la Recoleta en aquella larga y emocionante caravana. Y como aquella vez en San Nicolás volvió a actuar por instinto. Al bajar el cajón envuelto en la bandera argentina, por acto reflejo se puso detrás. Siempre se ponía en esa posición cuando Raúl Alfonsín entraba en un lugar o subía a un palco para hablarle a una multitud. La razón va en cámara lenta, pero el instinto viaja a la velocidad de la luz. Las fotos lo inmortalizaron en ese trono, con cara seria y compungida, mientras los granaderos cargaban el ataúd hasta la bóveda de los caídos en la Revolución del Parque.
Se quedó con sus hombres hasta que se retiró la última persona y el sol empezó a irse a pique. No atinaba a moverse mientras los empleados del cementerio no terminaran su trabajo en el panteón. Cuando ya no había nada que hacer, uno de sus hombres le dijo: «Comisario, ¿y ahora?». Era completamente extraño entrar con Raúl Alfonsín a un predio y marcharse luego sin él. Ya no podían llevarlo a ninguna parte y estaban más solos que nunca. «Ahora nos vamos», respondió la sombra, dio media vuelta y caminó despacio hacia el olvido.